jueves, 3 de diciembre de 2015

VENDRÁN LLUVIAS SUAVES...



VENDRÁN LLUVIAS SUAVES . CRÓNICAS MARCIANAS - RAY BRADBURY.

AGOSTO DE 2026

La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de
levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba
desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío.
Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior
brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas
de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la
cocina- en la ciudad de Allendale, California. -Repitió tres veces la fecha, como
para que nadie la olvidara- Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es
el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y
también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas
magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las
ocho y uno! Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves
pisadas de los tacones de goma. Llovía afuera. En la puerta de la calle, la caja del
tiempo cantó en voz baja: Lluvia, lluvia, aléjate... zapatones, impermeables, hoy..
Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía.
Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche
con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra
vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como
piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de
agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los
llevó al océano distante. Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y
emergieron secos y relucientes.
Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la hora de la limpieza.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las
habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal.
Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las
alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores
misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se
apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de
escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en
ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la
redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el
aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y
descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado
la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la
silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una
fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las
imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos
levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una
niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó
de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños,
la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores
cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado
había preguntado. «¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?", y como los
zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado
herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que
bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana
chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la
casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos,
en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos
e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo
grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa
dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados
por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los
paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El
polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas
de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano,
y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón
oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas,
hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más
que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno
preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce.
El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico
espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y
cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la
descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises
arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió
por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon
sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis
y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los
muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras
lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y
mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por
unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un
ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de
hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada
revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido
como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un
león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que
caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento. De pronto las
paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro,
y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los
manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como
manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal,
frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante,
con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las
noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin---, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece...
Vendrán lluvias suaves y olores de la tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco,
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesará que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba
apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil
montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes
silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la
cocina. La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un
instante las llamas envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! -gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el
solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina,
lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
-¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor
había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de
cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las
escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían
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a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia
mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y
se detuvo. La lluvia dejó de caen La reserva del tanque de agua que durante
muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba
agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y
de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y
encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el
color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas
de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con un serpiente muerta. Y
fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con
una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el
desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director
de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se
retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano
hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran
en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió
los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces
gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una
docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un
bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de
los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco
voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas
moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando
de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en
un lejano río humeante...
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros
coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una
segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la
casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas,
como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras
otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y
chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la
casa ¡arrastrando las horribles cenizas! Y en la llameante biblioteca una voz leyó
un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron
todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se
destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y
de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos
desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas
de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el
fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al
sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los
circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de
huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una
pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez,
mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil
veintiséis, hoy es...

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